Venía justo de vuelta de la consumación de la hostia más grande de mi vida, así que no fue de extrañar que empezara a caerle mal a más de uno cuando dejé de esforzarme en agradar al otro, en detrimento de mi dignidad, para empezar a buscarme y aprender a ser al fin yo misma.
Ya no era tan "mona"... ni tan amable, ni tan dispuesta...
Aprendí a decir palabritas y palabrotas en voz alta y sobre todo a usar el "NO" como respuesta.
No, no hablo de amantes, hablo de mujeres, de hombres, de amigos, conocidos, familia...
... de gente.
Mucha gente. Demasiada.
Mi memoria quedó anclada en el baño de la casa de mi madre, en sus aromas entreverados en mis sueños. En la pequeña niña que lo habitó, en la mujer que salió corriendo.
Siempre perdida, sin aire, buscando la salida de aquel lugar otrora hogar, ahora infecto.
Me acababan de expulsar del paraíso todos los dioses que habitan el cielo y el averno de una patada certera, pero no tardé en descubrir que aquel lugar donde me hicieron crecer a la fuerza era mi propia mortaja desde que me trajeron al mundo, tejida con amor de baba hiriente, de agonía, de odios y fantasmas, de pérdida y lamento.
Abrí la puerta del panteón familiar y no pudieron soportar el aire fresco, quise salir y me rasgaron las vestiduras tratando de impedirlo hasta dejarme desnuda, helada, sola... y tras de mí salieron también volando todas mis mochilas cargadas de enfermedad y citas médicas, todo el peso insufrible que les suponía "otro loco en la casa", en la estirpe...
Y yo, que tan sólo había mendigado ayuda por primera vez.
Desde 'ojo' no había visto tan claro.
Cuando pude reaccionar, paralizada por el miedo al abandono que aún me habita, sólo supe escupir mi dolor a través del arte, acostumbrarme a caerle mal a mucha gente, a ser incómoda mientras aprendía a vivir en mi nueva situación de huérfana por segunda vez y para siempre.
Princesita destronada por bruja mala de cuento.
Pequeña niña tonta y emotiva.
Pobre enferma.
Mujer coraje.
¿Quién se iba a tomar en serio tanta tontería?
Cuando los "doctores de mi vida" dictaron al fin sentencia, cuando la sanidad decidió que ya era hora de condenar mi carne para siempre, mi pelo, mis ojos, mis piernas... Ya llevaba mi alma habitando los hangares de los "ya no serás amado" nunca más mucho tiempo. Llevaban años escupiéndome y justo entonces, la santa madre me vomitó para siempre de su entraña cegada por los lamentos de corujas y sus dioses, henchida de cristianas razones.
Yo parecía ser la única espectadora de tan infernal teatro pero olvidaban que también había salido de su vientre, que conocía mejor que nadie cada rincón, cada pasillo de su útero,
pues me hizo partícipe de sus más oscuros terrores y sólo conmigo los había compartido.
Así cogí mis maletas y comencé a caminar desde entonces, despojada de mi coronita, con la ropita sucia, vieja y el corazón completamente roto.